MISAEL PULIDO ACOSTA

Eran tiempos difíciles, la posguerra había dejado a las islas bajo la sombra de la pobreza y el hambre. En aquel pueblecito pequeño de la isla de La Palma llamado Taburiente el tiempo parecía deslizarse con lentitud. Pueblo teñido de verde y azul, cubierto de casas de colores; allí situamos nuestra historia.

Flavio tenía 58 años, era alto, moreno; siempre había trabajado en la platanera como peón de bases. Su esposa, de nombre Dionisia, tenía 50 años, era delgada como un alfiler, alta y rubia; se dedicaba a la venta ambulante de pescado. Él quería siempre trabajar con lealtad y llevar ese honesto jornal para complementar el escaso sueldo que su mujer aportaba.

Los dos tenían una vida entre agitada y tranquila. Flavio se levantaba a las 6 de la mañana, se vestía con una ropa acartonada de color marrón, que desprendía un olor profundo a sudor y a platanera. Antes de salir a trabajar, siempre se tomaba una taza de leche caliente con gofio y así el hambre mañanera no le afectaba tanto. El lugar donde trabajaba se llamaba “Finca Sur”, se componía de 10 fanegadas, las cuales eran trabajadas por 5 peones; todas las mañanas iba caminando durante una hora a dicho lugar.

Dionisia, en cambio, se levantaba a las 5 de la mañana, limpiaba brevemente el piso de madera y después dejaba preparada la comida para ese día, unos días era potaje, otros era pescado, y cuando no se podía por cuestiones presupuestarias, se preparaba una taza de agua, gofio y azúcar. A las 7 de la mañana, tomaba la cestita de mimbre y caminaba rumbo al Puerto para comprar en la subasta unos kilos de caballas, chicharros o un buen témpano de atún y revenderlos para así ganar unos duros.

Él fumaba tres cajetillas de tabaco diarias, incluso trabajando era raro no verlo con un cigarrillo en la boca. Sus compañeros de trabajo lo admiraban porque trabajaba más de lo que le correspondía, parecía como si la “Finca Sur” fuese suya. Un día llego el dueño de la finca y le comunicó a los trabajadores que tenían que trabajar más horas, ya que la finca se encontraba, desde su punto de vista, bastante atrasada.

Flavio sabía que esto no era verdad ya que la finca estaba facturando piñas con una media de 60 kilos. Pedro, el capataz, acató las órdenes y se las transmitió a sus compañeros. Flavio y sus compañeros se vieron obligados a trabajar más horas, él en su interior sabía que a su edad no podía hacer grandes esfuerzos; entonces un razonamiento sencillo pasó por su cabeza:

-“Me he matado a trabajar en esta finca durante toda una vida y encima quiere que trabaje más horas sin cobrarlas”-. Este razonamiento nunca se lo expuso ni al dueño, ni al capataz, ni a sus compañeros. Pero él seguía trabajando con profesionalidad y esmero a pesar de todas estas adversidades.

Dionisia era una mujer que sentía el remordimiento de no haber podido engendrar un hijo, ella notaba ese vacío en su casucha de madera; a veces las noches se hacían interminables y solitarias para ellos. La venta de pescado le reportaba poco dinero, pero esto unido al dinero que ganaba su marido, les daba para comprar la leche fresca de vaca, las verduras, el gofio, los huevos……..Cuando había gastos extraordinarios, la comida había que racionarla para no pasar hambre.

Eran tiempos difíciles para el plátano, se habían jubilado varios trabajadores en un periodo de dos años, y no habían sido sustituidos, por lo tanto, el trabajo se había multiplicado, además de trabajar más horas. Flavio se sentía cada vez más desmoralizado, presentía que su corazón podía debilitarse en cualquier momento, pero él luchaba por su finca, ya que era como un hijo; llevaba trabajando en ella 40 años y formaba parte de su vida.

Alrededor de la 1 de la tarde, el matrimonio ya se encontraba en la casa, Dionisia extendía un mantel ennegrecido sobre una mesa de madera carcomida y coja. Antes de sentarse a comer, Flavio tomaba una ducha rápida en un cuarto de baño estrecho y lleno de humedades.

La verdad era que esta pareja se quería enormemente, él ayudaba muchas veces a lavar los platos a su mujer, ella le lavaba y cosía la ropa de trabajar. La llama del amor no se había apagado todavía a pesar de la edad, ellos se comprendían, se querían, se amaban.

Ya se acercaba el frío invierno en aquel pueblo lleno de casitas pequeñas y de calles húmedas; la gente se recogía temprano para cenar y después soñar con el nuevo día.

Al amanecer, el rocío caía en su cara tostada por el sol, dándole una tonalidad fresca y juvenil. Como todos los días Flavio cumplía con su trabajo, desflorando, cargando piñas, deshijando; y él se había dado cuenta hace tiempo que sus piernas a veces fallaban ya que sus rodillas estaban destrozadas por la artrosis.

Dionisia pensaba en estos momentos que su marido debería pedir una jubilación anticipada ya que cuando él venía del trabajo su cara parecía desencajada y sus ropas empapadas en sudor. En cambio, el trabajo de Dionisia era más suave, vendía el pescado a sus feligresas, y cuando le sobraba lo consumía en su casa.

Los días pasaban con una monotonía caótica, la paz era sólo perturbada por algún entierro de tiempo a tiempo. Era gratificador contemplar aquel paisaje con un manto de plataneras inmenso; Flavio y Dionisia después de una breve siesta, solían pasear entre aromas de plátano, guayaba y mango; en ese entorno también había papayeras, parrales; y a veces Flavio cogía alguna papaya o algún racimo de uvas a escondidas y así saciaban la sed en esos momentos de esparcimiento.

La frescura de la tarde traía aromas de flores hermosas. Dionisia a veces cogía alguna rosa de los caminos para ponerla de adorno en su casa, también le gustaban las flores de pascua, que se extendían a un lado y a otro de esas hermosas veredas, dándole unas tonalidades rojizas en esos atardeceres profundos. Dionisia y Flavio iban cogidos de la mano como dos enamorados primerizos, sentían la ilusión de la juventud aunque su edad era ya avanzada. Siempre les hacían alguna visita a los vecinos más conocidos de ellos y las tertulias se alargaban hasta el anochecer. Hablaban acerca de la posguerra y del enfrentamiento entre hermanos a que había dado lugar la guerra. Eran tiempos difíciles pero la vida continuaba.

Con el paso de los días, Dionisia se sentía preocupada ya que se había dado cuenta de que su marido había envejecido enormemente en unos meses, ella se daba cuenta de que el trabajo estaba mermando la salud de su esposo. Dionisia le pedía que trabajara menos, pero él no le hacía caso, y en vez de escucharla, Flavio trabajaba más y más como si fuera a “heredar las fincas”.

Un día sacándole flor a la platanera, sintió como el brazo izquierdo se le quedaba “dormido” y sin fuerzas, seguidamente detectó un dolorcillo en el pecho, los sudores comenzaron a brotar por todo su cuerpo, Flavio no conocía la magnitud de lo que le estaba ocurriendo, descansó un poco hasta que se le pasó y siguió trabajando como si nada hubiera ocurrido. Prefirió callarse este asunto, no se lo comentó ni a los compañeros ni a su mujer. La pareja seguía feliz, eran buenos vecinos, la gente los quería ya que le hacían favores a todo el mundo, si alguien pasaba hambre, allí estaban ellos ofreciendo un mendrugo de pan o una caballa asada, si algún vagabundo no tenía una posada donde pasar la noche, ellos le ofrecían su casa además de alimentos.

Las Navidades se acercaban y él, en aquella mañana fría y triste fue al trabajo como de costumbre; ese día ya no volvería más a su hogar, sus compañeros de trabajo lo encontraron tendido en el suelo; pálido, frío, con los ojos abiertos y mirando al cielo.

Dionisia fue avisada inmediatamente, sus lágrimas empapaban la ropa sudada de Flavio, el hombre al que había querido tantos años ya no existía. Se lo trajeron en una caja de madera, Dionisia se abalanzó sobre él, pero los vecinos la retiraron hacia un cuartito donde no pudiera ver a su difunto marido. el entierro fue sencillo, vino algún familiar lejano, también aparecieron sus compañeros de trabajo, los vecinos, pero el dueño de la finca nunca apareció. Dionisia no fue al cementerio, estaba hundida, su cara desencajada; ella sabía que no se recuperaría de este golpe.

Pasaron los días, Dionisia lloraba y lloraba, la tristeza inundaba su alma y su corazón, los amigos la animaban pero cada vez estaba más triste y ausente. Una noche gélida y tormentosa, Dionisia murió de tristeza y soledad.

2º PREMIO DE NARRATIVA. FIESTAS DE SAN MIGUEL ARCÁNGEL. 

Santa Cruz de la Palma.

Fotografías: VEGE